El futuro es privado: Milei, Davos y el asalto a la democracia
Duarte Garzón
El discurso pronunciado recientemente por Javier Milei en el Foro Económico Mundial de Davos es un testimonio paradigmático de las transformaciones ideológicas y materiales que movilizan al capitalismo contemporáneo. En un escenario marcado por la consolidación de nuevas formas de poder tecnocapitalista, la figura de Milei no sólo articula una reivindicación del neoliberalismo clásico, sino que se propone reconfigurar su narrativa para adaptarla a los imperativos de un modelo emergente que algunos teóricos han denominado tecnofeudalismo. Este fenómeno supone un desplazamiento del control económico desde la propiedad directa de los medios de producción hacia el dominio de plataformas tecnológicas y el manejo de datos como recursos fundamentales de acumulación.
La alianza de Milei con figuras como Donald Trump y empresarios como Elon Musk y Mark Zuckerberg ilustra una estrategia que no solo perpetúa, sino que intenta intensificar la dinámica de subordinación de los Estados-nación frente a las redes de poder transnacional. Estas alianzas configuran un bloque hegemónico en el que las élites económicas globales buscan erosionar las modalidades de la soberanía popular mediante la deslegitimación de las estructuras democráticas y la consolidación de nuevas formas de control biopolítico y económico. En el caso argentino, esta estrategia se vincula estrechamente con los intereses corporativos sobre el país, dada su riqueza en recursos estratégicos como el litio, los hidrocarburos y la biodiversidad. Estos recursos no solo representan una simple ventaja económica, sino también un actual eje de disputa geopolítica en un marcado contexto de transición energética y crisis climática. Todo ello en el impulso de una narrativa autoritaria y excluyente que configura un modelo de desarrollo “recargado” el cual precisa la desarticulación de las anteriores de formas de relación entre las personas, los territorios y sus estructuras institucionales.
Por ello, un aspecto central en el discurso de Milei es su insistencia en descalificar a cualquier oposición política a su agenda como “zurda” o “comunista”, muy a pesar de la apabullante diversidad ideológica que estas posturas pueden representar. Este recurso retórico emplea una astucia en apariencia rebuscada que simplifica el espectro político, reduciendo la complejidad de los debates a una dicotomía maniquea y absurda en la que cualquier crítica es asociada con un enemigo que amenaza la “libertad” o por cuya mención se explican el atraso, la falta de desarrollo o la inmoralidad de una sociedad. Así es como, de forma contraria a cualquier argumentación razonable, los intereses empresariales del Foro de Davos se homologan espuriamente con las luchas sociales del siglo XX. Todos son comunistas, todos y cada uno parte de una agenda global en contra del “sano” desarrollo del libre mercado.
Este tipo de narrativa es evidentemente estratégica, al desviar las críticas sobre los históricos problemas estructurales del neoliberalismo, cuyas consecuencias tristes han sido vislumbradas ya en varios territorios aparte del nuestro. Al convocar imaginariamente la amenaza constante de un enemigo interno e invocar la “degeneración” de las tradiciones, las instituciones clásicas y los valores ideales del liberalismo, justifica, entonces, el empleo de políticas autoritarias y represivas, cuyo principal interés es la concentración del poder estatal, que denotan como “maligno”, “erróneo” o “patológico”. Es que no es el poder estatal per se lo que está en cuestión sino cierta modalidad de ese poder.
En esta óptica, el ataque obcecado al feminismo, a las minorías sexuales y a los movimientos sociales no debe entenderse únicamente como un elemento accesorio de su discurso, sino como un componente central de este proyecto político. No resultan una mera excentricidad, un torpe desatino producto de una pasión encendida casi al borde de la locura, porque las luchas por la igualdad de género, la justicia social y los derechos colectivos representan, efectivamente, un límite estructural al despliegue desenfrenado del capitalismo. Estas luchas no sólo cuestionan las dinámicas de acumulación del capital, sino que también proponen horizontes alternativos de sociedad que desafían las bases ontológicas del neoliberalismo como proyecto final de la civilización humana. Al calificarlas de “virus mental” o “ideología irracional”, Milei, como tantos otros en distintos contextos históricos, pretende patologizar estas resistencias con el afán de reterritorializarlas como amenazas “criminales” a un orden social pretendidamente racional y eficiente, cuyo núcleo delirante es la expansión ilimitada del mercado.
Para las élites tecnocapitalistas, los movimientos feministas y sociales no solo representan un freno a la acumulación directa de sus ganancias, sino que también amenazan las narrativas de eficiencia y progreso que legitiman sus prácticas. Este tipo de estrategias se inscribe dentro de una dinámica esquizofrénica del capitalismo, que descompone y reterritorializa constantemente las formas de vida emergentes para adaptarlas a sus necesidades estructurales. El discurso de Milei ejemplifica esta dinámica al proponerse desarticular los derechos sociales como logros colectivos y reconstruirlos como amenazas al “orden natural” del libre mercado. Esta lógica no solo perpetúa las desigualdades, sino que refuerza un sistema de control que opera mediante la integración de las resistencias en la misma estructura que estas resistencias buscan cuestionar.
Además, no puede ignorarse cómo el discurso de Milei se alinea con los ecos retóricos de ideologías neofascistas y supremacistas en auge en ciertos sectores conservadores de la escena política global. Este acercamiento, aparentemente nunca explícito, se evidencia en la exaltación de líderes autoritarios, el rechazo a las minorías y la búsqueda de un enemigo interno o externo como medio de cohesión política. Michel Foucault, en su análisis del biopoder, destaca cómo los sistemas de poder engendran “poblaciones enemigas” para justificar políticas de exclusión y represión. La construcción de un “otro” al que culpar—ya sean los “zurdos”, los feministas, las personas LGBTIQ+ o los movimientos sociales—no solo refuerza su base política, sino que también reactiva los mecanismos de exclusión que históricamente han servido a regímenes autoritarios para consolidarse el poder. Lejos de tratarse de exabruptos, descuidos o ingenuidades, tanto el discurso discriminatorio de Milei en Davos, como el saludo fascista de Musk durante la asunción de Trump, los recientes indultos a los perpetradores del Asalto al Capitolio en 2021, la deportación masiva de inmigrantes latinoamericanos sin garantías procesales y muchos otros fenómenos hoy cotidianos se han vuelto síntomas que expresan la violencia totalitaria de los tiempos convulsos que se avecinan.
En este contexto, el tecnofeudalismo capitalista no opera exclusivamente en la esfera económica. Su lógica de interpelación es también profundamente cultural y subjetiva, transformando a los ciudadanos en fuentes de datos y consumidores de mensajes, mientras las plataformas tecnológicas asumen el papel de soberanos digitales. Esta reestructuración implica no solo la mercantilización total de las relaciones humanas, sino también la imposición de nuevas formas de control y vigilancia psíquicas, que buscan vaciar de sentido y contenido a las instituciones democráticas. El neoliberalismo, en este aspecto, no solo transforma la economía, sino que produce sujetos que interiorizan su matriz ideológica, promoviendo formas de consentimiento popular de modos que eran impensados en otras épocas. En este marco, el discurso de Milei busca reforzar una subjetividad específica basada en la competencia descarnada, sin cuerpo ni tregua, y la individualización extrema, desactivando las posibilidades de resistencia colectiva. En un mundo de ciegos teledirigidos, el influencer tuerto es rey.
La retórica de Milei, al combinar una narrativa incendiaria, de claro carácter segregacionista y tecnocrático, responde a una lógica instrumental que también intenta despojar al Estado de su capacidad reguladora y redistributiva. Porque el Estado no es el problema, como dijimos, sino sus formas virtuales de actuación. Lo que está en juego no es, como se alude, la “ineficacia” del aparato estatal, sino los modos en los que se hace presente en la vida colectiva. La falacia argumental que articula todo este discurso reprueba, en apariencia, la funcionalidad del mismo como instancia de resolución de la relación antagónica entre capital y trabajo. Denuncia los excesos, la desproporción y la desmesura con la que se llevaban a cabo políticas públicas que contrarían los principios ontológicos del ideario que promueven. Pero no es el interés de estas facciones su completa desarticulación sino más bien la aplicación de una sintonía fina que se ajuste mejor a sus necesidades. La única forma “eficiente” de relación humana es el mercado. En la intención de su reforma, los neoliberales se proponen alinear las políticas estatales con los intereses de las élites tecnocapitalistas, consolidando aún más una jerarquía global en la que los mecanismos tradicionales de representación política son reemplazados por una estructura vertical, “experta”, controlada por unas pocas corporaciones. Es el interés de los pocos en detrimento del interés de los muchos.
Este modelo de cotidianidad, que se presenta como la “culminación” de la modernidad, en realidad representa un retroceso hacia formas de dominación feudal en las que el acceso a los bienes comunes está mediado por relaciones de dependencia y explotación. Ante las muecas incrédulas de los escépticos, nuevos horizontes de privatización se erigen como alternativa entre, tal vez, una nueva era de cercamientos posibles: ya no el cercamiento mítico de las tierras comunales, sino el acceso a territorios naturales de interés estratégico. No tanto el arrojo ignominioso del trabajador libre al mercado laboral sino la competencia despiadada por alcanzar una explotación precaria en aras de la mínima subsistencia. No tanto una libre circulación por la vía pública sino un control policial de intensidad creciente que regule los flujos de circulación de personas y evite aquellas manifestaciones que supongan una intervención a su “sano discurrir”. No aquél ágora digital de libre expresión democrática que pregonaban los adláteres de la sociedad informática sino un metaverso moderado por la narrativa gendarme y excluyente de las épocas que nos acucian. Los límites de la imaginación privatizadora son sólo límites a la potencia del capital, que se propone como única fuerza legítima de actuación en la sociedad civil. Todo en el mercado, nada fuera del mercado, nada contra el mercado.
El contexto global también juega un papel crucial en esta discusión. La creciente concentración de poder en plataformas tecnológicas, combinada con la desregulación financiera, ha creado un entorno en el que las corporaciones pueden operar como actores políticos, sin estar sujetas a los mecanismos de rendición de cuentas que tradicionalmente han regido a los Estados-Nación. En este sentido, la alianza de Milei con figuras como Musk y Zuckerberg no es meramente simbólica, sino una señal de cómo las nuevas derechas globales buscan redefinir las reglas del juego político y económico. Estas alianzas fortalecen un modelo de gobernanza donde el poder ya no se mide en términos de territorio, sino en términos de acceso a datos, algoritmos y mercados globales. Más aún, estas alianzas manifiestan expresamente una pesada premisa que, de un modo u otro, se trata de ocultar: que la democracia es un incordio para estos intereses y que, si no es posible eliminarla, al menos, se debe mermar la capacidad de injerencia que posee contra la lógica descarnada del mercado. Esto resulta más que evidente ante las continuas campañas de persecución judicial y deslegitimación pública tanto los líderes caracterizados como populares, así como a los partidos políticos y movimientos que articulan sus demandas en torno a ideas de solidaridad social, justicia económica e igualdad de oportunidades para la masa popular.
La geopolítica de los recursos en Argentina también subraya la importancia de entender estas dinámicas como parte de un sistema más amplio. Las crisis ecológicas son empleadas como herramientas para reforzar políticas de extracción y desposesión, enmarcadas bajo narrativas de desarrollo o en torno a su contracara perniciosa, el negacionismo del cambio climático. Sea tanto en el reconocimiento de su suceder como su absoluta negación, los discursos sobre las crisis ambientales han sido puntas de lanza en la competencia internacional por la apropiación del cuerpo de la Tierra como base fundamental de la expansión del desarrollo capitalista. En este sentido, el litio y otras materias primas no son simplemente “recursos económicos” o “bienes comunes”, sino elementos estratégicos en cuya explotación desbocada se perpetúan relaciones de dependencia neocolonial de las poblaciones locales. Así mismo, el desprecio o apreciación ideologizados que estas retóricas pregonan sobre la sociedad civil insufla en la población una relación de alienación con el territorio. Ante un modelo que propone la privatización como mecanismo de apropiación inmediata del mundo, los individuos reniegan de la relación de necesidad que tienen con el espacio que habitan.
En esta clave, la importancia geopolítica de Argentina amplifica las implicaciones prácticas de este modelo. Con vastas reservas de litio, esenciales para la transición energética global, y enormes extensiones de tierras fértiles, Argentina se ha convertido en un objetivo prioritario para las corporaciones transnacionales. El capitalismo contemporáneo se caracteriza por la “acumulación por desposesión”, un proceso mediante el cual los recursos comunes de todo tipo son privatizados y puestos al servicio del capital. Desde una afrenta desde varios paralajes, la relación con cuerpo biológico, el cuerpo social y el cuerpo natural adquieren novedosos entramados. La disputa política y cultural existente redunda en el modo de articulación de esas existencias aparentemente inconexas. Dentro de un universo que se propone parcializar moral y estéticamente la experiencia posible, nuestra relación entre nosotros mismos, con los otros y con nuestro planeta representan una de las principales disputas ideológicas de la época. En este sentido, las políticas libertarias, al eliminar barreras regulatorias al interés empresario y debilitar los derechos colectivos conquistados por los trabajadores, facilitan esta dinámica acumuladora, profundizando la dependencia económica de nuestro país y nuestro pueblo respecto a los mercados globales.
Es por esto que la crítica al neoliberalismo que encarna Milei debe ir más allá de la denuncia superficial de sus efectos económicos. Es necesario comprender cómo este modelo se propone redefinir las subjetividades, moldeando individuos que internalizan las lógicas del mercado como únicas formas legítimas de existencia. Esta transformación cultural es quizás el aspecto más insidioso del actual tecnofeudalismo, ya que asegura la reproducción del sistema al integrar sus principios en la vida cotidiana de las personas. La desmovilización social que resulta de este proceso no es accidental, sino una consecuencia directa de políticas diseñadas para fragmentar la solidaridad y promover el individualismo competitivo. Tras siglos de eruditas conversaciones sobre la naturaleza del Estado y los límites y alcances del intercambio, luego de la sangre de derramada en múltiples luchas sociales históricas, que han constituido el pasado inmediato de nuestro porvenir, hoy nos encontramos ante una situación crucial donde la emergencia posible de una guerra de todos contra todos es el pan nuestro de cada día.
Aquí es donde el encono hacia el feminismo, las diversidades sexuales y los movimientos sociales adquiere vital relevancia. Por dar un ejemplo, el feminismo no sólo plantea una crítica a las desigualdades de género, sino que también expone las intersecciones existentes entre la explotación económica y la opresión social. Tal propuesta, al advertir los patrones intrínsecos de la dominación patriarcal, alude intencionalmente a cómo esta dominación se expresa en otros espacios y relaciones. Sea por una condición laboral precaria, la represión política de las militancias o la discriminación racial y/o sexual, todas estas interlocuciones son solidarias, al anidarse en la denuncia crítica de la deshumanización que implica la persecución desbocada de estos modos de vida neoliberales. Al posicionar estas luchas como “ideologías irracionales”, Milei intenta desactivar su capacidad de movilización, en el afán de consolidar un orden social y cultural en el que las élites puedan operar sin las restricciones que la masa popular, con sus demandas, pueda suponerles. Esto también se aplica a otros movimientos sociales que cuestionan las bases de la acumulación capitalista, como los movimientos ecologistas, indígenas, de género y de justicia social. Todos ellos representan límites concretos al poder corporativo, que Milei intenta eliminar bajo la retórica panfletaria de la libertad por la libertad misma y la “eficiencia” que no es otra que la eficiencia de la ganancia empresarial.
Larga y tediosamente ha sido señalado cómo el neoliberalismo desmantela lo público en favor de una hiperindividualización de los sujetos, que tiene como principal finalidad debilitar la resistencia colectiva a los efectos nocivos de este modo de acumulación. En el caso de Argentina, esta dinámica se refuerza ante la intención de trazar alianzas transnacionales que buscan consolidar el dominio de los mercados globales sobre la organización local, transformando los resortes del Estado en meros administradores de los intereses corporativos. No es casual esta intención estratégica en un país reconocido por su alto grado de politización general, así como el interés público de su pueblo en los asuntos que hacen sus instituciones democráticas. El derrotero de este proceso no solo profundiza la desigualdad estructural que enfrenta una población sometida a sus influjos, sino que reconfigura el poder político para ponerlo al servicio de las minorías opulentas del planeta, dejando a las mayorías plurales, empobrecidas y precarizadas, sin voz ni representación.
Esta dinámica de “producción de subjetividades” resulta crucial para entender cómo las políticas y expresiones públicas de Milei se orientan a instalar una hegemonía neoliberal que reduce a los ciudadanos a competidores enemistados en un mercado totalmente desregulado. Al deslegitimar las demandas colectivas, esta narrativa fortalece un discurso que presenta la desigualdad como una consecuencia “natural” del progreso económico y encuentra la justificación para aquellos que se han visto desposeídos de los medios necesarios para su subsistencia. Sea por los avatares de la enfermedad, la condición biológica tanto de la niñez como la vejez, así como inclusive por las vicisitudes de los procesos de crisis que excluyen crecientemente a cada vez más fracciones de la población, todos estos grupos sociales se encuentran crecientemente expuestos a situaciones de vulnerabilidad que, producidos estructuralmente, tienen “costos” asumidos individualmente. Frente a un pueblo sólidamente articulado en torno a instituciones basadas en la cooperación, se propone un avatar egotista de la historia, que desacredita toda posición que reconozca el valor intrínseco de la colaboración y la solidaridad entre las personas. Es que para cooperar hace falta algo más que individualidades en una competencia despiadada cuya intensificación augura una desintegración absoluta de lo común. La cooperación y la solidaridad siempre han tenido debajo la apelación a la realización del otro para la constitución de una comunidad mejor. Por ello, todas las alusiones a valores e ideales que resalten las virtudes de la solidaridad, la cooperación y la comunidad entre los individuos y los grupos, son atacadas y denostadas sin otro recurso más que los agravios y las injurias públicas.
Todos estos fenómenos que nos acucian hacen que resulte imperativo analizar cómo este tipo de discursos impacta las posibilidades de una democracia deliberativa que cuestione lo lícito de estas actitudes. La eliminación del disenso y la reducción del pluralismo ideológico a una narrativa polarizante comprometen gravemente el diálogo público y la construcción de políticas inclusivas, situaciones que prometen consecuencias imprevistas para el futuro venidero de creciente violencia social.El discurso de Javier Milei en Davos representa algo más que un llamado a las lógicas tradicionales del neoliberalismo; es un manifiesto de un porvenir donde el poder de todos se privatiza y la democracia es expropiada de su esencia popular. Al construir un orden político y económico que beneficia exclusivamente a las élites tecnocapitalistas, Milei contribuye a consolidar un modelo autoritario que transforma a los ciudadanos en simples consumidores y a los derechos en productos transaccionales. Este nuevo “asalto a la democracia” no solo amenaza con perpetuar las desigualdades, sino también con vaciar de significado las instituciones diseñadas para servir al bien común. En este contexto, el futuro se presenta como un espacio donde lo público desaparece, lo privado se apropia de todo y las mayorías quedan al margen del disfrute de la riqueza socialmente producida. Solo a través de una resistencia colectiva, comprometida y organizada, será posible recuperar la idea de una democracia que verdaderamente nos incluya a todos.