El autoritarismo libertario y la movilización antifascista en Argentina: la disputa de la alegría contra la tristeza neoliberal
Duarte Garzón
La batalla de los afectos en el escenario político argentino
La reciente marcha antifascista en Argentina es un síntoma de una disputa más profunda que atraviesa el campo político y social contemporáneo: el enfrentamiento de proyectos políticos que oponen prácticas entre afectos movilizadores y afectos reactivos, entre fuerzas que potencian la vida en común y aquellas que la reducen a la impotencia. La política neoliberal no solo opera en el ámbito de las instituciones o las decisiones económicas, sino también en el terreno de los afectos y las subjetividades. Siguiendo la distinción spinozista entre pasiones alegres y pasiones tristes, podemos interpretar el neoliberalismo de Javier Milei no solo como un programa económico, sino como un dispositivo de producción de subjetividades marcadas por la despolitización, el miedo y la impotencia. Frente a ello, la movilización antifascista emerge como una afirmación colectiva que busca recuperar la potencia de actuar y generar nuevas formas de resistencia a la servidumbre que puedan oponérsele.
Pasiones tristes, servidumbre voluntaria y neoliberalismo autoritario
Spinoza, en su Ética, establece una distinción central entre los afectos que aumentan la potencia de actuar (pasiones alegres) y aquellos que la disminuyen (pasiones tristes). Las pasiones tristes, como el miedo, la angustia y la resignación, generan un estado de servidumbre voluntaria: los individuos atrapados en el odio o la desesperanza no sólo aceptan su condición de subordinación, sino que incluso la reproducen, movilizados por discursos de odio que, a su vez, tienen un efecto de propagación entre la multitud. Bajo una espuria denuncia de los “excesos” del pasado, el discurso libertario promueve una abierta incitación al odio de ciertos grupos opositores, que son marcados como responsables de los males del mundo para justificar, ahora, la implementación de una serie de reformas estructurales y culturales que, lejos de liberar las potencias del pueblo, no tienen otra finalidad de mermarlas y contenerlas en sus cauces. Con la angustia, el odio y el resentimiento, cosecha propia de la desigualdad estructural que articula la lucha de clases, las fuerzas del pueblo son dirigidas hacia su mismo seno: los menos dirigen la tristeza de los muchos contra los muchos.
Frédéric Lordon, en Capitalismo, deseo y servidumbre (2015), retoma esta idea para analizar cómo el neoliberalismo ha perfeccionado la captura de los afectos, induciendo a los sujetos a desear su propia explotación. En este marco, la retórica de Milei no funciona solamente un discurso económico, sino que despliega un mecanismo de producción de subjetividades sumisas: aquellas que asumen como un deber el emprendedurismo extremo, la glorificación del mercado y la guerra contra el Estado, que entramadas funcionan como dispositivos de subjetivación que generan individuos aislados, obedientes y resignados a sus condiciones. En esta situación, se reducen las posibilidades de agencia de los sujetos a una aparente gama de “opciones”, que no son más que las conductas funcionales al sistema que las articula. La paradoja de la libertad de mercado es brindar una serie predeterminada de posibilidades subjetivantes que se aparecen al individuo como el resultado de su libre decisión entusiasta pero que, sin embargo, están estructuralmente condicionadas por la gracia de su Mano Invisible.
El neoliberalismo no se limita a prescribir reglas económicas, sino que configura un régimen de gubernamentalidad (el poder como conducción de las conductas), donde los sujetos internalizan la lógica de la competencia y la autogestión precarizada. La llamada “batalla cultural” viene siendo un conflicto de larga data, acaso una guerra de guerrillas afectivas, que se ha desplegado, desde hace décadas, en diversas arenas de combate cultural: instituciones de formación académica, medios de comunicación masiva, organismos nacionales e internacionales y redes sociales. Desde estas plataformas, se ha ido organizando lentamente una toma del poder político sumado a una creciente colonización de la cultura y el sentido común hasta llegar a hegemonizar las formas de pensar y de desear de la población en su conjunto. En el caso de Milei, esta lógica se radicaliza: el Estado no se presenta como un regulador del mercado, sino como un enemigo del individuo. La supresión de derechos laborales, la demonización de la protesta social y el desmantelamiento del Estado de bienestar son presentados como actos de “liberación”, necesarios para emancipar al individuo de las “negativas” influencias y presiones de la colectividad en su conjunto.
David Harvey, en Breve historia del neoliberalismo, advierte que una de las claves del éxito neoliberal es su capacidad de convertir la precarización en un destino naturalizado. La vida precaria no es una situación que se reduce a las condiciones económicas. Es una experiencia estructural de la propia actividad que entrama las diversas posibilidades de un sujeto: refiere, sí, a su acceso a los medios de subsistencia, hoy reducidos bajo los lineamientos de múltiples organismos internacionales, al mínimum biológico. Pero también refiere a la salud mental y emocional de esos sujetos, a la organización de sus deseos y la persecución de sus intereses en esa arena de combate por la subsistencia en que se ha convertido la sociedad civil. Precaria no es ya sólo la situación material de los “excluidos” del sistema, sino de sus activos partícipes, la gran mayoría trabajadora. Es también precaria la condición mental de nuestras poblaciones y sus relaciones afectivas con el mundo que los rodea. ¿Cómo puede siquiera pensarse otra realidad posible si las mentes y los corazones se encuentran ataviados de miedos, temores y angustias? En la Argentina actual, esta precarización no solo no se oculta, sino que se enuncia con una violencia discursiva explícita. Sin embargo, como muestra Sara Ahmed en La política cultural de las emociones (2004), la política del miedo y el odio no es sólo discursiva: produce comunidades afectivas donde la frustración se canaliza hacia un enemigo interno (sindicatos, feministas, movimientos de izquierda, identidades sexoafectivas) en lugar de dirigirse contra los verdaderos agentes de la opresión que las generan.
Resulta claro que el capitalismo no solo explota la fuerza de trabajo, sino también los afectos. La creciente desesperanza, el repliegue individual y la sensación de impotencia no son efectos colaterales del neoliberalismo, sino elementos estructurales de su funcionamiento. Bajo el gobierno de Milei, estas pasiones tristes se exacerban, una táctica prístina que se propone lastimar la capacidad de reacción y organización social de nuestras poblaciones.
La movilización antifascista como afirmación de pasiones alegres
Frente a este panorama, la Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista en Argentina puede interpretarse como una apuesta para generar una reconfiguración de los afectos en el espacio público. Recordando a Spinoza, las pasiones alegres no surgen del aislamiento, sino de la acción común. La protesta no solo expresa una oposición al gobierno, sino que produce una afectividad alternativa: al marchar, al gritar consignas, al reconocerse en el otro, los cuerpos generan una potencia colectiva que escapa a la lógica neoliberal de individualización.
Deleuze y Guattari, en Mil mesetas, desarrollan el concepto de máquina de guerra, entendido no en un sentido militarista, sino como una forma de organización social que se opone a las estructuras estatales de captura del deseo. Desde esta perspectiva, la movilización antifascista no es solo una protesta, sino una expresión del deseo colectivo de otra forma de vida posible. Este deseo desafía directamente el proyecto neoliberal autoritario, que busca neutralizar estos movimientos mediante la criminalización y la represión.
Para Ahmed, las emociones no son experiencias individuales, sino que son fenómenos históricos circulan y configuran la política. Por esto, la movilización antifascista no solo rechaza el fascismo y el neoliberalismo autoritario, sino que produce un espacio de resistencia alegre basado en la solidaridad y la construcción de una memoria colectiva. Este proceso, que Negri llama potencia constituyente, indica que más allá de la indignación puntual, estos espacios pueden dar lugar a nuevas formas de organización y lucha. No se trata solo de organizar la resistencia al poder sino de producir la nueva organización que se vislumbra en el porvenir.
La disputa por los afectos: ¿es posible una nueva hegemonía emocional?
La pregunta central que surge de este análisis es si las pasiones alegres generadas por la movilización pueden sostenerse y expandirse. Como advierte Lordon, el problema de la izquierda no es solo político, sino también afectivo: el neoliberalismo ha logrado inscribir sus valores en los deseos más íntimos de las personas. Para desafiar este orden, es necesario intervenir en el plano de los afectos, generando formas de vida que escapen a la captura neoliberal. Una primera instancia de esta intervención es visible: la iteración del rechazo a las políticas excluyentes que se están promoviendo a escala global ha tenido respuesta no solo en nuestro país sino en diversas partes del planeta. Protestas similares han emergido al unísono en todas las latitudes, lo que demuestra que la afrenta neoliberal también ha comenzado a generar resistencias movilizadas no por el desdén hacia un colectivo, políticas públicas más públicas o simples solicitudes de “rendición de cuentas” de las clases dominantes y las corporaciones. Queda nítido que no sólo animan las pasiones populares angustias y temores frente a lo que se avecina. La consonancia de las proclamas internacionales en contra del autoritarismo, la puesta en cuestión en la arena pública de los matices discriminatorios y privativos de la felicidad de los muchos son tan solo un ápice de lo que estas gestaciones de lo diferente prometen.
Harvey nos advierte que la resistencia al neoliberalismo no puede limitarse a la denuncia o al afectamiento de la indignación, sino que se debe buscar generar alternativas materiales y simbólicas al supuesto fin de la historia en la que se busca sumirnos. La Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista representa un hito germinal en este proceso en el largo camino que queda por delante, pero su impacto dependerá de su capacidad para articularse con formas de organización sostenida. La historia demuestra que los afectos no son estáticos ni permanentes: el miedo y la resignación pueden transformarse en deseo de cambio, pero esto requiere la construcción de espacios de acción colectiva capaces de cristalizar las efervescencias colectivas y dirigir nuestras energías y la fuerza de nuestros deseos con el afán de construir nuevas herramientas de interpretación afectiva sobre los males que nos aquejan. El desarrollo de otras prácticas, alegres y diversas a las que nos subsume la tristeza de este orden se encuentra a la orden del día.
La potencia de lo colectivo frente a la política del miedo
Por esto y tanto más, la marcha antifascista en Argentina no es solo una reacción ante el avance del autoritarismo neoliberal, sino la afirmación de que es posible otra forma de hacer política, basada en la producción de pasiones alegres. Sin embargo, como advierten varios intelectuales y militantes sociales, las formas dominantes del ejercicio poder de los sujetos individuales y colectivos no se disuelven solo con la crítica, sino con la invención de nuevas formas de subjetivación, guidas por otros valores, formas de creer, pensar y sentir que articulen la potencia popular. La cuestión clave es si estos movimientos pueden trascender lo coyuntural y constituirse en una fuerza permanente de transformación.
En última instancia, la disputa entre pasiones alegres y tristes no es una abstracción filosófica, sino una cuestión material que define el presente y el futuro de la sociedad. El neoliberalismo de Milei se sostiene en la producción de miedo, desesperanza y despolitización. Frente a ello, la movilización popular representa la posibilidad de una afirmación colectiva de formas de vidas más justas e inclusivas. Si logra sostenerse, podría abrir nuevas formas de resistencia y organización en el siglo XXI.