Lawfare a la argentina

Demian Gomenzoro y Vanessa Dourado
A pesar de que el término lawfare tener origen en el campo de las Relaciones Internacionales y del Derecho Internacional vinculada al ámbito militar, desde una perspectiva crítica y situada en el territorio latinoamericano, es posible observar hechos sistemáticos de judicialización de la política y/o una politización de la justicia que han actuado en pro de intereses políticos específicos e incluso de grupos de interés económico que son, en definitiva, una cara autoritaria de los procesos políticos.
No es casual que el proceso de composición del Poder Judicial sea tan hermético, eventual y vitalicio como puede serlo el del Vaticano al elegir al Papa. Cuando lo diseñaron así, las elitistas clases políticas argentinas del siglo XIX se aseguraron de que al menos uno de los tres poderes de la democracia no quedara a merced del voto popular, la rotación de cargos y la transparencia pública. La idea de un club privado de élite, pero con poder republicano institucional, fue la garantía de la clase dominante contra la posibilidad de que a algún gobernante se le olvidara, a pesar de todo, a qué intereses debe servir. Pero el Partido Judicial no fue el único garante del interés de clase y tampoco el más importante. Entre la curia, los empresarios y otras oligarquías, existió durante décadas un excelente ejecutor con el poder material y simbólico suficiente para el trabajo sucio, el Partido Militar.
La historia nacional, así como la regional, está llena de interrupciones a la democracia; golpes militares que terminaron en dictaduras primero y en gobiernos civiles de baja legitimidad después. Todos tuvieron su nivel de daño. El ejecutor de aquellos golpes siempre fue el Ejército pero nunca actuó en soledad, sino bajo coordinación e intereses de sectores del poder, oligarquías nacionales y agentes del orden internacional. Los militares ponían “orden” a cierta crisis al estilo que solo ellos podían (y del único modo que sabían). Hoy por hoy el Partido Militar ya no existe, pero el ala civil de todos esos golpes cívico-militares —llevados a cabo a lo largo de todo el siglo XX— sigue existiendo. De hecho, el desarrollo del capitalismo ha multiplicado esos poderes, hoy hay capitales privados más grandes que la economía de naciones enteras.
En ese escenario de complejidad, el Poder Judicial ha decidido jugar un rol en ese espacio vacante, el de ejecutor político de sectores externos a la política. Ejecutor de los intereses de las elites; intereses que son hoy tan inconfesables, antidemocráticas e inconstitucionales como lo eran ayer.
El Poder Judicial utiliza las herramientas que le son institucionalmente dadas para intervenir en el devenir de la política nacional por medio de la judicialización a actores que son contrarios a los intereses de aquellos que representan al estatus quo. Dichos agentes podrían ser considerados revoltosos, subversivos o simplemente inconvenientes. La práctica de lawfare en los últimos años se aplicó contra dirigentes, candidatos, ex presidentes y referentes de todo el mundo y de lo más diversos del arco ideológico internacional, teniendo como caso emblemático el proceso de la Lava Jato en Brasil, el encarcelamiento de Lula da Silva y el golpe palaciego a Dilma Rousseff.
En el caso de Argentina, el fallo contra la ex presidenta Cristina Fernandez, una de las dirigentes políticas de mayor envergadura en el escenario nacional y con gran capacidad de movilización social, en un momento de acercamiento a las disputas electorales, se suma a la fila de inhabilitaciones sin filtros de neutralidad.
La proscripción a Cristina Fernandez que la imposibilita de ejercer cargos públicos de por vida, es a las claras una decisión política más que una cuestión de responsabilidades por supuestos crímenes contra el erario público. No se trata de justificar o no justificar actos de corrupción, sino de evitar caer en la trampa del lawfare. Despegarse de la discusión reduccionista y peligrosa a la que han llevado a la política los discursos mediáticos y constructores del sentido común, cada vez con más fuerza desde la vuelta de la democracia hasta nuestros días, es menester a la hora de analizar los hechos y comprender su sentido real.
Los hilos ideológicos que mueven a la corte son tan evidentes como sus estrechos vínculos partidarios —muy particularmente con el ex presidente Mauricio Marcri— así como los de los medios hegemónicos que demonizan a un sector de la política, pidiendo castigo a ciertos dirigentes pero absolviendo con clemencia a otros. “La Ruta del Dinero K” así como el estadounidense “Pizzagate” no son más que expresiones distintas del mismo fenómeno: herramientas políticas de la despolitización creciente.
Si la justicia no es imparcial, no es justicia. Es otra cosa. Resta preguntar si esta demostración de poder con rasgos autoritarios no es el inicio de un proceso que busca revivir los peores momentos de nuestra historia política. Defender los derechos democráticos conquistados con lucha y sangre del pueblo es lo que se espera de una sociedad que no ha olvidado ni perdonado, pese a la representación política extrema que hoy ocupa el alto mando del país.