Carolina Acevedo

No lo sabía, no lo había escuchado. No solo eso, sino que, hablando con varias personas muy activas y presentes en el mundo de la Salud Mental fue llamativo ver que tampoco estaban al tanto. Esto me generaba más ganas de buscar información. En mi cabeza sonaban “78 muertos”, 78 personas (entre usuarixs y trabajadorxs) que fallecieron como resultado del incendio ocurrido la noche del 26 de abril de 1985 en la Clínica Saint Emilien, un neuropsiquiátrico en el cual se encontraban internadxs en ese momento más de 400 personas. En esta búsqueda de saber más me encontré con Diego, un vecino del barrio que esa noche ayudó a abrir la puerta del frente de la clínica, para que pudieran salir las personas que se encontraban ahí. El fuego se inició en el 3° piso, donde se alojaban la gran mayoría de las personas internadas. Según los registros que encontré en algunas plataformas web, ya habían cenado y estaban dispuestas a dormir. 

Diego recuerda que entre las 20hs. y las 21hs. él y sus amigos, se encontraban a solo una cuadra, charlando y compartiendo un rato la esquina (una escena muy común en los barrios, donde la muchachada de siempre se juntaba a hablar de nada o de todo). De repente, escucharon fuertes explosiones que provenían de la clínica. Al acercarse al edificio, que se encontraba en Republiquetas al 3390 (hoy Av. Crisólogo Larralde), aquella gran estructura imponente de varios pisos se volvió ruidosa debido al estallido de sus vidrios, como resultado del fuego que parecía querer salir de las paredes para avisar que había llegado.

Ante este relato, se me ocurre preguntarle a Diego si recuerda alguna alarma previa que indicase el fuego. Con gesto de seguridad él me respondió: “ninguna alarma”. En ese momento supuse que sería lo más común que esos lugares tuvieran alarmas contraincendio, aunque a la vez recordé que esto sucedió en 1985; habría que ver cómo era la regulación en ese momento, pensé. Buscando información sobre este aspecto, pude ver que en varios medios se mencionan ciertas irregularidades, que ya venían sucediendo en el edificio. Existió un informe, emitido días previos al incendio, en el cual constaba información suficiente para que la ex_Municipalidad (hoy Gobierno de la Ciudad) emitiera contra la clínica algún tipo de sanción, penalidad o hasta clausura. Pero eso no ocurrió. A la vez, hasta el año 1980 existió una normativa que exigía a estos sitios un permiso del Cuerpo de Bomberos, pero esa disposición, para 1985, ya no tenía vigencia.

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Yendo al encuentro de información acerca de la causa descubro que la misma se encuentra cerrada por el paso de tiempo. La causa penal por esta tragedia se cerró sin responsables. Por otro lado, el fallo de la Cámara Civil y Comercial Federal da cuenta de que el incendio se debió a notorias deficiencias edilicias en las instalaciones de la clínica. Se probó que faltaba ventilación en el subsuelo, había poca iluminación y exceso de camas. Además, en 1999, la familia de una de las víctimas fatales del incendio recibió una indemnización por dicha perdida. En este marco, debido a la muerte de Susana Escasany -una paciente internada por un cuadro de depresión y fallecida durante el incendio-, se encontraron culpables a las autoridades de la clínica, así como a la ex_Municipalidad y a la Obra Social para el Personal de los Ministerios de Salud, Trabajo y Seguridad Social.

Al escribir esto recuerdo expresiones de Diego que, confundido, mencionaba el recuerdo de una persona que se tiraba por la ventana del tercer piso, como un acto de desesperación ante la presencia del fuego. Luego, pude constatar que seguramente su recuerdo se trataba de una enfermera de la clínica, Beatriz Bustos, de 34 años, que se arrojó por una ventana del tercer piso para escapar de las llamas y falleció por la caída. Es interesante que Diego mencionara que esa imagen le hacía recordar a los hechos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en las emblemáticas torres gemelas de Estados Unidos. Esto me hace pensar, cómo nuestra cabeza conecta episodios que, aunque muy alejados se repiten, se nos instalan, dejan de ser un hecho histórico, para pasar a ser parte de nuestras imágenes.

Foto: Verónica Raffaelli

Caminando con Diego, rodeando la clínica, seguimos charlando sobre lo llamativo de lo abandonado del lugar después de tantos años. Es de conocimiento de todes que, desde hace algunas décadas, la gentrificación (o palermización, como popularmente se le suele llamar en la Ciudad de Buenos Aires, dado que el fenómeno comenzó por aquel barrio porteño) se viene extendiendo más allá del su núcleo de origen, invadiendo barrios de alrededores y más allá. Este fenómeno, ya hace algunos años, ha llegado a Saavedra, junto con la especulación inmobiliaria que implica. Por este motivo, no deja de ser extraño que un terreno con las características de la ex clínica no tenga ya hace tiempo un cartel que anuncie la construcción de un nuevo e imponente edificio de categoría con imperdibles amenities, al que solo podrá acceder un acotado sector social.

La pregunta que más tenía ganas de hacerle a Diego fue si una vez ocurrido el incendio el barrio había realizado algún tipo de ceremonia, o si las familias habían llevado adelante algún encuentro con velas, un ritual o práctica que permitiera despedir a las víctimas fatales. Fueron 78 las personas que perdieron su vida tras el hecho. Diego me cuenta que no recuerda nada de eso, al otro día solo quedaban comentarios en el barrio, pero nada más. Ante esto se me vienen a la mente palabras de la autora Judith Butler, cuando habla de vidas precarias y sostiene: “Algunas vidas valen la pena, otras no; la distribución diferencial del dolor que decide qué clase de sujeto merece un duelo y qué clase de sujeto no, produce y mantiene ciertas concepciones excluyentes de quién es normativamente humano: ¿qué cuenta como vida vivible y muerte lamentable?”.

Según varias fuentes, algunas de las personas internadas murieron calcinadas debido al elevado nivel de calmantes que les habían dado antes de dormir y que les impidieron reaccionar, mientras que otres no estaban dormides pero igualmente no pudieron evadir el fuego debido a que se encontraba atades a sus camas o con las puertas de sus habitaciones bajo llave. En este sentido, es importante recordar que la Ley Nacional de Salud Mental, promulgada en el año 2010, dice en su Art. 7° que las personas con padecimientos mentales deben recibir atención sanitaria y humanizada, a la vez que remarca su derecho a conocer y preservar su identidad, sus grupos de pertenencia. Esta ley no estaba vigente al momento del incendio. Uno de los registros más importantes que dieron fundamentos a la mencionada Ley fue el libro “Vidas Arrasadas”, realizado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), en el cual se relata aquello que sucedía en algunos nosocomios con el fin de mostrar la importancia de una normativa que propicie que esas situaciones de abuso, abandono y desidia dejen de ocurrir. Sin embargo, muches sabemos que esto sigue ocurriendo.  

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Me pregunto, qué hubiera pasado si el incendio hubiera sucedido en una clínica no psiquiátrica, es decir, un sitio distinto, que no se encontrara lleno de personas con las etiquetas de sus diagnósticos, que las vuelven lo extraño, lo no normal, lo loco. ¿Hubiera pasado lo mismo? ¿Sería tan desconocido todo esto? ¿Existiría la misma cantidad de personas que en este momento recién se están enterando de este episodio al leer esta sencilla nota? Entonces, ¿será que en realidad fue la locura la que envolvió al fuego?