EDITORIAL

Los feminismos se enfrentan al desafío de desarrollarse en un momento en que crece el autoritarismo con rasgos neofascistas por todo el mundo. La concepción pura que plantean estas fuerzas, sea en el campo biológico, cultural o histórico, es ver a los feminismos y la comunidad LGBT como enemigos.

Las pautas feministas y LGBTs frente al mercado, sin embargo,  no son per se un problema; Siempre cuando puedan ser sometidas a las manipulaciones del mercado y que puedan incorporar una lógica neoliberal, las pautas dichas “identitarias” sirven para mantener e incluso disputar el sentido de libertad, derechos y hasta lo que conocemos como opresión. Un ejemplo nítido de esto es el pinkwashing del régimen de Apartheid israelí, donde se publicita como una sociedad abierta con las minorías LGBTTQI, pero no habla de la ocupación de Palestina, la opresión con el pueblo palestino, las mujeres y las comunidades LGBTTQI.

Bajo la consigna de “empoderamiento”, palabra puesta de moda por ONGs y organismos internacionales, mercados y Estados dan las discusiones de género y sexualidad  basadas en una lógica de “ser el empresario de uno mismo” y de normalización y disciplinamiento de los cuerpos. Frente a las insurgencias feministas y LGBTs de el mundo, no siempre la respuesta es un rechazo al nuevo orden establecido culturalmente: hay un intento de hacerlo productivo, una fuente más de ganancia. Además, esta apertura —capitalismo cool—también sirve para disputar el propio campo, creando contradicciones frente las reivindicaciones y escondiendo las problemáticas estructurales del sistema opresor;  todo esto termina estableciendo la necropolítica.

De esta forma, los enemigos son los que están en contra del mercado —que trata estos cuerpos como desechables—.  Se crea una lógica de que hay feministas buenas y malas, así como LGBTs aceptables e inaceptables. Las malas y les inaceptables son les que evidencian el terrorismo de mercado, las injusticias sociales y las violencias político-institucionales combinadas a su situación de opresión sea: los malos son los que politizan las discusiones. Mientras la batalla sea de individuo a individuo, el sistema tratará de aprovecharse de la guerra de “todas contra todas” para generar más ganancias.

La despolitización como estrategia para establecer un Estado de control total es lo que se puede notar en varios países en este momento histórico. Bajo una lógica de emprendimiento —que por obvio significa la supervivencia de unos pocos privilegiados frente a las durísimas políticas de austeridad promovidas alrededor del mundo—, la meritocracia y la competencia no dejan lugar para pensar más allá de la autoconstrucción individualista.   

Podemos decir entonces que el  rechazo a los movimientos que se pretenden hegemónicos y que están en este proceso de disputa  real, no es solo una cuestión de rechazo a una evolución de los usos culturales, sino que hace parte de una guerra simbólica que pretende no perder su rol dominante. No caben dudas que estas luchas son las más potentes y dinámicas en este espacio-tiempo, sobre todo por su pluralidad y capacidad de unidad respetando las diferencias.  Pero también por su proposición que pone la vida y el deseo en el centro de los debates, esto crea un horizonte visible en el mar de incertidumbre que es el modelo neoliberal. Esta capacidad de dibujar futuros posibles con los cuerpos es, además de rupturista, también sensual, capaz de despertar deseos que huyen de la lógica erótica mecanizada y mercantilizada que plantea el sistema. 

Este otro mundo invita a una vida placentera que, frente a la tristeza que genera este sistema —evidenciada por la cantidad de suicidios, brotes de depresión y alienación religiosa—, también es un desafío para  el conjunto de la sociedad. Fortalecer las luchas feministas y LGBTs es también cambiar las estructuras que harán posibles las otras mudanzas que son urgentes en este mundo que está al borde del colapso. Lo que preguntamos desde Virginia Bolten es: ¿puede  la exploración de nuevos deseos cambiar el mundo?