Vanessa Dourado

La pandemia que asola el mundo, y que empezó desde finales de 2019, ha dejado un rastro de desesperación, miedo, ansiedad, incertidumbre y dolor. Las emociones ya vividas en otros momentos históricos remiten a los períodos de las grandes guerras y de otras pandemias. Entretanto, no se puede dejar de mencionar que muchas situaciones extremas nunca dejaron de ocurrir: las guerras por el petróleo,  por el agua, contra los pobres, mujeres, comunidad LGBT; las ocupaciones colonialistas contemporáneas, las cárceles, el hambre, el terricidio,  el exterminio de los pueblos indígenas y afrodescendientes y el, tal vez más dramático, cambio climático.

Desde hace un mes, los medios de comunicación —de todos los colores—, gobiernos e instituciones reportan segundo a segundo la evolución del COVID-19.  En un contexto en que hay que informarse sobre las medidas sanitarias y de seguridad y en que las sociedades están hiperconectadas, a pesar del distanciamiento social, hay poca oportunidad para pensar críticamente sobre todo lo que está ocurriendo. El bombardeo de noticias es mayor que la capacidad para metabolizarlas. Pensando en una sola dirección, y con el agregado del miedo —a morirse, a perder el empleo, a infectarse, a perder un familiar o persona amiga—, se construye un clima de terror. El sentimiento de impotencia genera parálisis y, en muchos casos, el pánico.

El individualismo, implantando por el capitalismo en su etapa neoliberal, se hace más visible en una lógica de “sálvese quien pueda” en la cual personas privilegiadas, encerradas en sus casas, critican y denuncian aquellas que no cuentan con otra opción más que salir a trabajar corriendo el riesgo de infectarse. Lo que también desnuda las falencias del Estado, que por seguir las lógicas del mercado y las reglas del libre comercio, gobierna para las empresas/corporaciones y no para el pueblo, además de permitir la depredación de los bienes comunes (conocidos comercialmente como recursos naturales). 

Completamente sin preparación para cuidar de sus ciudadanos y ciudadanas y con su sistema de servicios públicos destruido —en muchos casos por falta de recursos que son destinados a pagar deudas impagables e ilegitimas a organismos como el Fondo Monetario Internacional o por las privatizaciones—, al Estado no le queda otra sino usar medidas coercitivas, lo que da a las fuerzas represivas la legitimidad para desplegar violencia sobre los cuerpos de las villas/favelas —hecho que es un costumbre en tiempos sin pandemia—. Pero también da muestras de cómo funciona la comprensión de las personas trabajadoras de los sectores más precarizados. En Argentina, critican al gobierno por no dejarlas trabajar debido a la cuarentena obligatoria; en Brasil, apoyan a Bolsonaro que dice que la economía no puede parar, que el Coronavirus es una “gripecita” y que hay que ir a trabajar y llevar una vida normal.

Asimismo, poco se habla sobre las personas que están en lugares de encierro  y que son obligadas a compartir celda, normalmente sobrecargadas, con casos positivos del Coronavirus. Las condiciones de higiene en las penitenciarías latinoamericanas no permiten que las personas privadas de su libertad puedan ascender a lo mínimo recomendable por los órganos sanitarios: agua y jabón. En un contexto “normal”, estas personas son sistemáticamente torturadas, humilladas y asesinadas por los órganos y agentes de seguridad; la mayoría de ellas afrodescendientes y/o pobres.

Los pueblos indígenas se ven, una vez más, obligados a defenderse de las enfermedades que generan los humanos blancos. Sin embargo, sin acceso al sistema de salud de estos mismos blancos, están en situación de mayor vulnerabilidad. Las mujeres (todas ellas) se enfrentan con la intensificación de su carga de trabajo de reproducción social en un sistema y sociedad patriarcales que nunca hacen la pregunta “¿quién cuida de quien cuida?” —la pregunta también sirve para interpelar sobre las precarias condiciones de trabajo enfrentadas por los y las profesionales de la salud—.

Y si por un lado el Covid-19 deja ver las cómo funcionan las sociedades, por otro también desvela la cara y el cuerpo del Capital ya moribundo. El discurso y las acciones direccionadas a no congelar las actividades económicas cobran vidas y vienen acompañadas de  una perversa sugerencia de sacrificio de personas mayores para evitar un posible colapso económico “no podemos dejar que el remedio sea peor que la enfermedad”, declaró el presidente Donald Trump. También el vicegobernador de Texas, EE.UU. dejó el mensaje “volvamos a trabajar, a vivir, seamos inteligentes. Y los que tenemos más de 70 años, ya nos cuidaremos, pero no sacrifiques el país, no lo hagan, no sacrifiquen el gran sueño americano”.

El neoliberalismo, la lógica de que la sociedad no existe como tal y que lo individual no solo  debe estar por encima de lo comunitario sino que debe también destruirlo, esta puesto a prueba. Lo que no funcionó en Chile, que hoy tiene su pueblo de pie contra el gobierno de Sebastián Piñera y todo lo que significó estos 30 años de “capitalismo en serio” para la sociedad chilena, tampoco está funcionando en el resto del mundo.

La relación capital-vida es evidente y ahora no está solo en los círculos de lucha y resistencia. El momento abre una oportunidad para debatir otro modelo de sociedad, ya que los modelos de producción, consumo y acumulación están sobre la mesa. Otras enfermedades y  situaciones extremas vendrán en consecuencia del calentamiento global. El Coronavirus dejará las personas en estado de alerta. El rol del Estado y el cuidado del medioambiente serán temas centrales en el escenario pos-pandemia. Salir del lugar de organizar la resistencia para organizar la transición es urgente. Necesitamos un nuevo pacto social, económico y, sobre todo, ecológico.