Abajo las estatuas, arriba quienes luchan
Colectiva Memoria y Palabra
Las disputas entre las memorias del conflictivo pasado reciente colombiano, latentes durante largo tiempo, han venido ganando relevancia pública, empujadas por acontecimientos que en los últimos años han despertado un palpable interés por la historia del país. Los esfuerzos de las últimas décadas por buscar una salida al conflicto armado han suscitado debates respecto a ese pasado. En los últimos dos años se han exacerbado los ánimos, ya que desde diferentes instancias gubernamentales, se ha ido en contra de la implementación de los Acuerdos de Paz firmados en 2016. El negacionismo del conflicto volvió a ocupar un lugar en el debate público, acompañado del asesinato sistemático de líderes sociales y excombatientes, así como del recrudecimiento de la guerra y del desplazamiento forzado. Esas disputas sobre el pasado reciente y lejano, ha estado acompañada de otras reflexiones que hacen énfasis en el colonialismo y el racismo, y tanto unas como otras disputas han visto en el derribo de estatuas una forma de tramitar diferentes posturas.
Por su parte, las víctimas de crímenes del Estado han logrado posicionar la frase “¿Quién dio la orden?” desde murales y afiches, a propósito de los miles de jóvenes asesinadas y asesinados y presentados como guerrilleros, imágenes que posteriormente han sido censuradas por el ejército; así mismo, decenas de organizaciones sociales se han activado para entregar a la Comisión de la Verdad, nacida también en los diálogos de paz, los testimonios que recogen sus experiencias del conflicto, es decir, sus memorias.
En septiembre el derribo de estatuas expresó el descontento de distintos sectores en el marco de las protestas que se presentaron a nivel nacional, sumándose así a la reciente oleada internacional que también dirige su rabia contra monumentos. Por una parte, durante las recientes jornadas de protesta fue destruido un monumento construido por el ejército en Medellín, dónde se podía ver a un soldado apuntando con un arma hacia la Casa Museo de la Memoria de esa ciudad; con diferencia de días en la ciudad de Popayán el pueblo Misak derrumbó de su pedestal a la figura del colonizador Sebastián de Belalcázar, responsable de la invasión y reducción violenta de los habitantes de ese territorio. Un tiempo atrás se había pedido que retiraran esa estatua, se trata de un proceso de resignificación y descolonización impulsado desde los años noventa. En uno y otro acontecimiento se entrevé la disputa simbólica y material entre memorias en el espacio público.
Este fenómeno no es aislado en la región. En el territorio ocupado por el Estado chileno el pueblo Mapuche ha derrumbado estatuas y atacado monumentos con el objetivo de mostrar lo que hay detrás de estas representaciones públicas de la memoria, en las que se vuelven héroes a hombres que ocuparon, violaron, mataron y robaron a las poblaciones indígenas. Hace casi 20 años en Antofagasta el luchador mapuche Segundo Ernesto Rain Saavedra, atacó el monumento de Arturo Prat, un militar chileno, con el fin de llamar la atención sobre la situación de discriminación a sus comunidades.
Esta práctica de memoria ha seguido durante años dentro de las luchas mapuches. Sólo en 2019 en Lumaco tumbaron el busto del genocida Cornelio Saavedra, mientras que en Temuco derribaron la estatua del invasor español Pedro Valdivia, decapitaron la del fundador de la ciudad Diego Portales y pusieron su cabeza en el brazo de la estatua del guerrero mapuche Caupolicán, izando la bandera mapuche Wenufoye.
Ya en México el 12 de octubre de 1992 de las organizaciones indígenas en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, habían derribado la estatua de Diego de Mazariegos, en el marco de una marcha por los “500 años de resistencia”. Ese acto simbólico fue realizado con el objetivo de pronunciarse y reafirmar su existencia y sus luchas, dándose simultáneamente a las celebraciones por el V Centenario del mal llamado “Descubrimiento de América”, en el que se planearon conmemoraciones impulsadas por los gobiernos de los países de la región y el estado español. La apuesta de varios sectores sociales e indígenas latinoamericanos se puede resumir en la frase “nada que celebrar”.
El derribo de estatuas ha recibido críticas similares en Colombia, Chile, México, Estados Unidos y otros tantos lugares a los que ha llegado la “furia iconoclasta” antirracista y antibélica. La crítica más común ha sido que estas acciones pretenden “borrar la historia”, que las estatuas deben permanecer porque “hacen parte del pasado”, y eliminarlas equivale a negar ese pasado. Esta crítica pierde de vista que el pasado es un terreno de disputa y no un punto fijo. Que lejos de borrar el pasado, lo vivifica: destruir y vandalizar estatuas supone una conciencia histórica que cuestiona ordenes fundados en la opresión y el racismo, y a su vez los símbolos de ese orden en el espacio público, símbolos como las estatuas, pero también conmemoraciones y otros lugares de memoria. El derribo de estatuas nos interpela, nos obliga a revisar las relaciones que el presente establece con el pasado reciente y lejano.
Otro punto importante es el papel que cumplen estos objetos ¿en realidad son relevantes para el conocimiento histórico? ¿Tienen una función pedagógica efectiva? El conocimiento que individuos y grupos tienen del pasado proviene de fuentes muy diversas. Las más inmediatas son la memoria familiar y la educación escolar, y la más formal es la historia escrita por historiadoras y historiadores profesionales. Si prestamos atención, esas fuentes se han diversificado significativamente: recibimos informaciones e imágenes del pasado -reales y ficticias- del cine, la TV, las series, las redes sociales, la literatura, e incluso de los videojuegos. Los espacios urbanos, incluidas la arquitectura y las estatuas, de cierto modo, también nos hablan del pasado, pero es difícil defender la idea de que estas sean fundamentales para nuestro conocimiento de la historia. De hecho, los monumentos conmemorativos son paradójicos, pues materializan a la vez el recuerdo y el olvido. Hace casi un siglo Robert Musil señalaba esa curiosa condición: “No hay nada tan invisible en el mundo como los monumentos”. A menos que se los quiera destruir, podemos agregar hoy a la luz de lo que está ocurriendo. Es en este sentido que las luchas por tirar viejos monumentos o levantar otros (“anti-monumentos”) significa una relación más viva y sensible con el ayer que la mera existencia ignorada de esos objetos.
Estas acciones hablan de cómo entendemos el pasado, pero sobretodo, hablan de qué valoramos, rechazamos o reivindicamos en el presente. Hoy las estatuas de colonizadores y militares nos hablan de procesos de colonialismo, racismo y despojo que tiene continuidad hasta el presente, en un país quebrado además por un largo conflicto armado. Están más vivas que nunca las contiendas sobre cuáles figuras de personas y acontecimientos rescatar de la historia para la construcción de identidades en el presente.